LOS COLORES
- Carlos
- 10 feb 2018
- 1 Min. de lectura
Actualizado: 13 feb 2018

No sabría decirte como era su pasión, pero quizás, el rojo se quedaba corto, más bien tenía destellos de otros mil colores, más bien su pasión era azul, casi transparente, como el hielo, como el hielo justo recién helado, que quema al tocarlo.
Ni siquiera sabría definir como se esperanzaba ella, su esperanza no era verde, no estaba ni cerca. Más bien era negra, esperanza negra, como la concentración cuando quieres algo profundamente, como tus ojos al cerrarlos para conseguirlo, como los túneles con una única salida, pero que aún está lejos.
Tampoco su cielo tenía nada de azul, su cielo era como dorado, con toques de plata, bronce, con toques brillantes, su cielo era como mil joyas, resplandecientes, que casi no se podían mirar. Brillante porque era su futuro, lejano pero alcanzable, brillante como su azul, que nunca fue celeste.
Y a ella jamás se le había roto el blanco. Su blanco estaba hecho de una pieza, su blanco era impoluto, como una pizarra sin escribir, y sólo ella tenía la tiza, sólo ella pintaba, escribiendo las mejores y peores cosas, escribiendo lo que y a quien quería.
No lo veía negro ni de color de rosa, más bien transparente, a estrenar, por domar y dar forma, lo veía algunos días así y otros también.
Por no ser, no eran ni marrones. Sus problemas eran amarillos, bien señalados y subrayados, para ella misma, sabiendo que eran lo más importante de la lección, sabiendo que si fallaba aprendía, que si fallaba crecía.
Y la lista continuaba, y es que ella le enseñó los colores, se los enseñaba sin darse cuenta o vehemente, sobre todo cuando decía:
“Vente, que te quiero, vente”.
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