LAS CABEZAS GACHAS
- Carlos
- 16 oct 2019
- 1 Min. de lectura
Preso de seso, sabueso, en contra del progreso, travieso, confieso.
Pero sólo un ratín.

Parecía estar en otro mundo. No lograba entender qué tipo de cadenas eran esas, que ni pies ni manos dejaban presas, pero todos iban atados a ellas. Todos, incluso él.
Parecía estar en un mundo que no se movía, no avanzaba, a no ser que mirases fuera de la celda. Un mundo lleno, apabullante, repleto, abarrotado. Una cárcel pequeña o con demasiados convictos. Una prisión sin muchas medidas de seguridad, pero a la que los presos entraban despacio, sin miramientos y con esas pequeñitos y finísimos yugos rodeando cuellos y orejas, como acorralando la mente entre rejas.
Cada día de la semana, esta visión volvía a él, esta atmósfera le absorbía por completo, trasladando sus sueños, ilusiones y esperanzas a otros territorios, teniendo que ocuparse, y de forma instintiva y primigenia, por esos impulsos de supervivencia que aparecían ante aquella masa de presidiarios.
Cada mañana, y en esos 20 minutos, sufría de las peores iras, miradas y desprecios humanos. Cada mañana, y sin darse cuenta, se hacía más fuerte, duro y solitario, Sólo era un momento de alienación, solo un momento, sí, pero daba para preocupación, sobre todo por sus orígenes, más tranquilos, eso sí, y donde el silencio impasible se castigaba.
Y mira que luchó, y miro que luchaba.
Poco a poco, hasta perder la palabra, fluir entre la maraña, encerrado en sus auriculares, cual esposas, en el metro, en el vagón, entre Malasaña y Gregorio Marañón.
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